_No es fácil vivir en Cuba… ¡A dos con noventa y nueve está el kilo de cerezas en el puestico del barrio! Si la cosa sigue así, el niño tendrá que dedicarse a otra cosa o hacerlas con otra fruta - le decía irritado Orlando a Marian mientras inventaba la forma de que los veinte euros de sueldo cubano les alcanzara para comer, poder darle una ayudita a Dayron y pagar los gastos de la casa que no sufragaba el estado-.
_Además Marian, esa maldita fruta, importada y carísima, no te hace ningún bien -apuntillaba el negrón- Tiene demasiado azúcar para quien sufre diabetes. ¡No deberías pasar ni por donde las venden! Si el muchacho no fuera tan derrochador, si guardara algo de lo que gana meneando el culo para los turistas en el Tropicana, o si dejara de regalarles las que hace a las yumas, podría comprarse unas maracas como dios manda para el show, y nosotros dejar de comer cerezas y guardar huesos. ¡Que les regale papayas para irse con ellas, pinga!
No es fácil vivir en Cuba, pero puede ser un poquito más sencillo si eres un mulato de metro noventa y cuatro de estatura, con veintiún años, y sabes más sobre cómo buscarte la vida que cualquier europeo de cuarenta.
Dayron, comenzó a trabajar como bailarín de relleno en el más célebre cabaret caribeño por casualidad y por cansón. Con tal de no escucharlo más, Mikel, un amigo de la familia, le echó una manita para que cubriese los huecos del ballet cuando hacía falta. Llegar a bailar en el escenario del Tropicana no era sencillo, había que tener mucho talento y bastante trayectoria profesional. En su defecto, el mulato, tenía incontable poca vergüenza, mucha labia y la capacidad de encandilar a cualquier mujer, independientemente de la edad de ésta o el idioma en el que se expresara, con solo una sonrisita y unas maracas caseras. ¿Habrá algo más especial y conmovedor que un regalito hecho con las propias manos? Dayron sabía que no.
Así, bailando al fondo del espectáculo caribeño, donde solo hacia bulto, y ni se veían sus pasos, ni se oía el son que producían los huesos de cereza contra la cascara de coco de sus maracas, el muchacho pasaba seis noches a la semana.
Los noventa minutos que duraba el espectáculo eran para él preámbulo obligatorio antes de empezar el verdadero trabajo. ¡Más le valía con el ruinoso sueldo que le pagaban!
Estar en nómina en la Habana no alcanzaba para nada, sin embargo, todo lo que permitiera alternar con los turistas era un filón. Si se sabía hacer, lo mínimo que podía sacar una noche era compartir unos tragos de ron con unas turistas lindas, una agradable velada, y amanecer en la cama de algún buen hotel de la Habana de donde se iría desayunado y posiblemente con algún regalito en metálico.
Pero vivir en Cuba no es fácil, y nadie elige de quien se enamora. Una tarde, mientras ultimaba otro par de maracas para regalar al finalizar la actuación, conoció a Pedro. Tenía su misma edad y el parecido físico de ambos era asombroso. Éste, había trabajado también de modelo anteriormente, y tenía para contar muchas historias y experiencias que a Dayron le parecían muy interesantes. En seguida se hicieron inseparables. Los hermanos del Tropicana los llamaban. Se intercambiaban la ropa y lo compartían prácticamente todo. No había mesa de turistas, bonitas o feas, que se resistiera al tándem. Todas querían compartir tragos, bailes y risas con ellos, y la competencia era feroz para conseguir ser la elegida, e irse al hotel acompañada por alguno de los dos adonis.
Las semanas parecían una continua fiesta, y las ganancias y los regalitos se les multiplicaban. Pedro era un seductor profesional, se las sabía todas y Dayron aprendió las que aún no se sabía. Pero no todo fue parranda. El, hasta entonces, sencillo mulato, que vacilaba a las chicas al son de los huesos de las cerezas de sus maracas, también sucumbió a la gracia y los encantos de Pedro. Cada vez ponía menos interés en sus propias conquistas, y retrasaba el momento de irse con ellas para pasar más tiempo con su compañero de correrías. Empezó a comprender lo que le ocurría la primera vez que sintió una punzada en el estómago al verlo irse con la extranjera de turno. Esa noche lo odió.
Vivir en Cuba no es fácil. Y, aunque es una isla maravillosa llena de música y pequeños placeres, el tiempo allí trascurre de distinta manera a como lo hace en los demás relojes del mundo. Al calendario de la Habana se le cayó la última hoja en los años cincuenta del siglo pasado, para lo bueno y para lo malo; y para Dayron, sin más valor ni habilidad que la maña para hacer y tocar maracas caseras, y moverse a ese son, fue imposible hacer frente a sus sentimientos.
Así pues, por si no fuera ya bastante complicado vivir en Cuba, y aunque el muchacho conseguiría hacer carrera en el mejor cabaret de la isla pasando las noches con las muchachas más lindas, todas las mañanas su primer pensamiento sería para el otro de los llamados “hermanos del Tropicana”. Lo quiso siempre en silencio sin que nadie sospechara nada, y su condena, por vivir de los anhelos de las turistas, fue no saber nunca lo que se siente al amar abierta y sinceramente, ni llegar a ser amado.
Relato extraído del libro 'Sueños enredados', publicado por la Editorial La Fragua del Trovador.
https://www.lafraguadeltrovador.com/pagsecun/otraspublicaciones.htm