¡Cuántos
años esperando éste
momento!
Volver a abrir la
puerta ha sido una gran liberación para mí. ¡Una no puede dejarse
penetrar por cualquiera! Era
solo cuestión de tiempo que Rodrigo lo
consiguiera.
El joven no estaba seguro de si era una señal maravillosa o el
presagio de un desastre pero cuando la descubrió pensó que una
puerta flotante en el segundo piso de la fachada era algo, como
mínimo, original.
Que
a nadie, en los más
de cien años en que su abuela ahora fallecida, moró entre estas
paredes se le hubiese ocurrido tapiar ese inútil hueco de la
fachada, muy curioso ―comentó
en voz alta―.
Sin embargo, que la puerta se abriese mágicamente dando acceso a un
espacio diferente al esperado abismo frontal del muro le
resultó
asombroso.
Ya
se había ido toda la familia a la península
después
del entierro y de los rápidos
hurtos que todos, a excepción de Rodri, habían llevado a cabo. De
las fantásticas cosas de la abuela, casi todas sin valor económico,
había muchas que podían esconderse fácilmente en una bolsa de mano
como un álbum de fotos, un
candelabro o cualquier
figurita
proveniente de algún país exótico...
No
hay necesidad de discutir con los demás cuando es tan sencillo que
te acompañe para siempre
un recuerdo de la casa menorquina de la abuela, debieron
pensar los chicos (permitanme
que los siga llamando así, para mi siempre lo serán).
Y, sin detenerse a dar una vuelta por las murallas de Ciudadela o
asomarse a ninguno
de los turquesas y verdes acantilados de Menorca, regresaron a sus
respectivas vidas dejando
atrás sus
juveniles
recuerdos estivales.
Al
morir
Norka dejaba
para ellos
de
tener sentido visitar
la isla
y con el acuerdo, por mayoría simple, de poner la
vivienda en venta lo antes
posible se despidieron del
penúltimo
de los hermanos Garau y marcharon con
la esperanza de que el paso del tiempo suavizara el cabreo de éste.
Los
Garau
Los
Garau son una familia mallorquina que, a excepción de dos de los
siete hermanos que regresaron a residir a la isla de Palma, Elisa y
Rodri, se estableció en Barcelona en los años setenta buscando
un
medio de vida menos estacional que el que propiciaba el boom
turístico
que acababa de producirse en las Islas Baleares.
Atraídos por el constante crecimiento económico de la industria
textil catalana, y cuando todavía la prole la formaban solo
Fernando, el primogénito; Manu y la deseada Elisa, que viajó por
primera vez en barco enganchada a la teta de su madre, se afincaron
en la península.
Tras
el fallecimiento de sus padres, hace ocho y
cuatro años respectivamente, y la reciente pérdida de la matriarca
de la familia, quedaban completamente desprovistos
de ascendiente o familiar cercano
alguno más allá de ellos
mismos, los hermanos.
Si
bien entre ellos no había existido hasta el momento de la muerte de
la abuela Norka ninguna disputa suficientemente
grave, la vida y las decisiones que van conformándola los fue
separando, no solo física sino emocionalmente, hasta no conseguir
reunirse todos en la misma sala desde
hacía muchos años. Cada uno sumido en sus respectivas
proles, parejas, trabajos, preocupaciones...Difícil conciliarlo todo
para mantener unidas sus realidades.
No
siempre fue así. Antes de que la adultez los fuera alcanzando,
los siete hijos de los Garau
eran una pandilla muy pareja en
edad que invariablemente
andaban juntos. Verlos llegar a
Menorca era para la chiquillería de
la pequeña isla un acontecimiento que anunciaba dos meses de caras
nuevas y muchas aventuras por delante. La población menorquina se
multiplicaba con la llegada
de las vacaciones veraniegas, incluso en exceso a juzgar por las
gentes que allí pasaban todo el año,
y aunque siempre había
nuevos visitantes y amigos que conocer, era el reencuentro con
quienes iban creciendo
juntos verano a verano lo
que más entusiasmo ocasionaba entre los muchachos
menorquines.
Todos
los años en julio, la tropa
embarcaba con la madre destino a la casa de la abuela paterna donde
el padre se les unía al mes
siguiente. Así, toda la familia
pasaba el verano entre playas de arena blanca, vertiginosos
acantilados y numerosas excursiones que, junto con la libertad de
movimientos y
el relajo horario del que gozaban, ningún otro viaje hubiera podido
eclipsar.
Norka,
la abuela, los recibía con la emoción
propia de
quién disfruta viendo llenarse su casa
de ruidos, risas y deliciosos olores. Mucho trabajo que, encantada,
acometía desde bien amanecía hasta que todos descansaban
satisfechos en sus camas.
Del
mayor al más joven: Fernando, Manu, Elisa, Sara, Óscar, Rodri y
Dani; después del multitudinario entierro en Ciudadella,
concentrados en
torno a los grandes butacones de
la sala principal, se dispusieron
a resolver lo antes posible los
asuntos pendientes que la muerte de la abuela obligaba a atender.
Así, sin querer prestar mucha atención a los objetos ya convertidos
en lejanos recuerdos de la
niñez, ninguno pudo evitar sentir el frío que ahora irradiaba
la estancia. Era como
si en ella todo también
hubiera muerto. Como si los antiquísimos tapices, robustos muebles,
incluso el espléndido sol
que traspasaba las ventanas hubiera dejado de abrigar las paredes y
los cálidos
recuerdos que
habían pasado en
ella. Sintieron escalofríos y sin
embargo, ninguno de los Garau lo comentó. Se les notaba en la rígida
postura. Los cuerpos son a menudo delatores de los sentimientos que
soporta el alma.
El
ojito derecho de la abuela paterna salió a despedir a sus hermanos
con mas apatía que tristeza pero con el cariño inexcusable
al que obliga la sangre.
Al
quedarse solo frente a la fachada, que le parecía único
significante de vivencias felices, fue
cuando la vio por primera vez. Allí en
el lateral, a la altura del segundo piso de la vivienda, se ubicaba
una puerta que no tenía constancia de
haber visto nunca pero cuya apariencia y marcas del paso del tiempo
sugerían que llevaba ahí
desde siempre.
Impulsado
por las emociones de los últimos
días, corrió hacia el interior de la casa. Descubrió la ubicación
del lado opuesto de la
abertura al vacío en el mismo salón donde unos instantes antes,
junto a sus hermanos, sentía un
frío helador. Al mover el piano que no recordaba haber visto tocar
jamás a nadie, afortunadamente provisto de ruedas, y bajo el gran
tapiz de colores apagados por los años encontró un ornamentado
portón de madera que no tenía nada que ver con la versión anodina
y metálica de la parte exterior.
Hizo
girar muy despacio el picaporte convencido de que no se podría abrir
pero se equivocó. La puerta cedió hacia fuera descubriendo un
espacio amplio y acotado por cuatro paredes donde solo un
elemento,desde el centro, regentaba el recinto.
Con
los ojos muy abiertos, y mientras una extraordinaria sensación de
calidez ascendía por su espalda, dio un paso al frente quedando
sobre el bicolor suelo de mármol y bajo
el cobijo de un fantástico cielo estrellado.
La
abuela Norka
Mi
querida Norka
se fue
tranquilita
y sin hacer ruido. Sin dolores corporales importantes y sin haber
sufrido ninguna enfermedad mencionable a lo largo de su longeva vida,
el pasado jueves diecinueve
de febrero del año de vuestro señor dos
mil doce.
Se
arropó en la cama y no volvió a ver amanecer. Entre remotos
recuerdos, y sueños
enredados
con la realidad, abandonó este mundo satisfecha y agradecida por
haber tenido tanta suerte. Claro está que todo siempre es mejorable,
pero también pudo ser infinitamente peor. ¡Bien
lo se yo que he visto pasar tantas cosas entre mis cuatro paredes!
Cuando el vecino trajo el pan a la mañana
siguiente, al serle ya físicamente imposible responder a su llamada
a mi última propietaria, lo dejé entrar. La encontró en la
centenaria alcoba del fondo de la primera planta. Al contemplar su
plácida sonrisa y mortuoria postura debió deducir que ya no iba a
tener que venir nunca más. Una pena dejar de disfrutar del té
calentito cargado de historias con que la señora lo obsequiaba a
diario, debió pensar el chico, o al menos eso pensé yo.
«¡Deja
de tirarme de las trenzas!» Le gritaba medio sollozando hace noventa
y cuatro años al primer individuo de género masculino, en este caso
su hermano, que abuso de su superioridad física sobre ella. Así,
con solo nueve años, comenzó la pequeña Norka a aprender delante
de mis narices,
e imagínense de la época de la que les hablo, que los hombres
además de mas fuerza física tienen un poder aún mayor sobre las
féminas, el convencimiento popular de su total supremacía, y eso es
más grave. Ellas poco podían hacer por esa época más allá de
ver, oír y callar. Las exigencias primero del padre, mas tarde de
los hermanos y después del esposo, se obedecían sin rechistar. Pero
Norka tuvo mucha suerte. Se casó con un buen hombre, trabajador,
calladito
y silencioso que tuvo la
amabilidad
de morirse hace algo más de treinta años cuando ella estaba
mentalmente ya divorciada de las costumbres de las señoras de su
edad. No me malinterpreten, fue una mujer afortunada. El padre de sus
hijos no la quería pero la respetaba, al menos en apariencia. Ambos
se atendieron hasta que la repentina muerte del hombre de la casa la
liberó de las tareas de esposa. La había oído muchas veces decir
que daba mas trabajo de lo que valía el pobre...La verdad es que el
señor Manuel aportaba poco mas que el sueldo en la familia, era casi
como un mueble pero al que hay que alimentar y lavar la ropa. No fue
una gran perdida para nadie. Fue a partir de ese momento cuando Norka
pudo dedicarse, con menos cautela y mas empeño, a lo que los demás
llamarían una perdida de tiempo si hubieran conocido sus costumbres
y que, salvo por sus hijos y mi protección, es lo que hicieron su
vida más plena de lo que le tocaba.
Nunca
fue una mujer al uso, sus inquietudes excedían con creces los
limites de la casa que sus padres le legaron y por supuesto del calor
de los fogones, aunque cocinaba de maravilla. Recuerdo exactamente el
momento en que construí su sitio favorito, un lugar donde pudiera
ser feliz. Fue cuando los chicos salían ya de la penosa adolescencia
y la lenta rutina diaria, sin novedad ni sorpresa alguna, aumentó su
sensación de desidia empezando a convertir el oxigeno del aire en
una espesa capa difícil de digerir. La sensación de asfixia se hizo
casi palpable. Sentí miedo por ella. La había visto nacer, crecer,
callarse por obligación, acariciar mis paredes paseando entre las
habitaciones con las puntas de los dedos tantas veces…¿Cómo no
iba a querer verla feliz? Era mi
niña.
La
más especial de todos cuantos han pasado por aquí desde que su
abuelo levantó mis tabiques, ladrillo a ladrillo con sus propias
manos. Siempre
fue una persona inquieta pero con el paso de los años la sensación
de perdida de tiempo empezó a convertirse en lo que ahora los
jóvenes llaman ansiedad. Las tareas ordinarias en las que se
afanaban día tras día las demás madres y esposas para ella eran
mecánicas e insustanciales y, aunque nunca lo exteriorizó, odiaba
el papel que desempeñaba por insulso. Había tantas preguntas que
resolver, tanto que conocer y experimentar, solía pensar antes de
dedicarse en alguna de las más engorrosas faenas que su familia
alababa tanto como por ejemplo, la elaboración de deliciosas
mermeladas caseras cuya elaboración llevaba las suficientes horas
como para estar ocupada todo un día. Ojalá hubiera sido creyente
para encontrar resignación y respuestas a todas las preguntas
encomendándose a una fe ciega que por mucho que se esforzó nunca
consiguió interiorizar.
Así
que, como las apariencias las tenía más que controladas, le abrí
una puerta a la esperanza en forma de habitación donde pudiera ser
ella misma y olvidarse de todos los demás. En la sala puse solo un
mueble, la mecedora de madera y piel en tonos caoba en la que de
pequeños acunaba a sus hijos. El balanceo de la butaca tenia un
ritmo hipnotizante en su ánimo y me pareció adecuada para que
meciese primero sus pensamientos y más tarde expiara sus culpas
entre un cielo estrellado por techo y el tablero de ajedrez que le
dibujé en el suelo. Yo cree el espacio. La magia la puso ella.
Hasta su muerte solo Norka había estado
allí. Cuando sentí en su nieto Rodrigo las mismas inquietudes que
tan bien reconocía y supe que era él quien merecía conocer a su
abuela, volví a abrir la puerta solo visible para quien es capaz de
ver.
Espacio
abierto
Lo primero que vio al sentarse en el
butacón de la abuela fue un cielo nocturno que, a pesar de ser
todavía de día en la calle, le custodiaba desde lo que debía de
haber sido un techo. Lo siguiente, ni estaba físicamente en la
habitación, ni hubiera podido llegar a imaginarlo jamás.
Al
empezar a balancearse rítmicamente, como hacia siempre Norka,
empezaron a sucederse ante sus ojos, como si de una película se
tratase, varias escenas. Completamente atónito vio a la abuela salir
de la habitación que compartía con el abuelo Manuel. Llevaba un
almohadón colgando de una esquina de éste. Salia tranquila hacia el
pasillo y cerró la puerta tras de si dejando a su marido sobre su
lecho mortal. Acto seguido, otra imagen. Lo vio a él, al abuelo en
la cama de la que siempre habían llamado la tita
Antonia, la vecina de la casa más cercana. Concretamente, reposaba
sobre los pechos de ésta satisfecho, extenuado y algo mas joven que
en la escena anterior.
El siguiente acto que se proyectó ante él,
lo protagonizaba otra vez la abuela. Esta vez en la entrada del
cementerio de Menorca mientras se despedía, con un beso en los
labios, de un hombre desconocido para él mientras un sereno llanto
recorría el rostro de ambos.
Saltó de la butaca como un resorte
volviendo a ver con sus propios ojos. Huyo de la habitación
trastabillando y cerró como si temiese que los relatos que acababa
de presenciar escapasen tras él. Mientras caminaba sin rumbo por el
salón, dirigía la mirada hacia atrás repetidas veces donde los
ojos se topaban una y otra vez con el tapiz verdoso que cubría la
entrada al espacio que no lograba comprender. No daba crédito a lo
vivido pero tampoco podía obviarlo. Lo que acababa de ver le parecía
tan real como el sonido del reloj que estaba escuchando y cuyas
agujas marcaban la misma hora que hace lo que le parecía una
eternidad, cuando descubrió cosas que solo sus protagonistas
conocían hasta ese momento. Puestos a creer en lo increíble, no es
descabellado que en un espacio inexistente tampoco exista el tiempo,
pensó.
Terminó
por volver a entrar. ―No
dudé ni un momento que lo haría―.
De
esta manera, le mostré al nieto favorito de Norka los momentos mas
significativos de la vida de ésta y que ningún hijo o nieto
hubieran imaginado de ningún modo. La otra
vida de la abuela o al menos la menos pública. Tampoco nadie había
indagado sobre ella jamás.
Rodrigo alargó su estancia en Menorca y
pasó gran parte de los dos días siguientes encajando las piezas de
una vida cercana y ajena; llena de narraciones a través de los
propios ojos y recuerdos de ésta. Historias que ella recreaba una y
otra vez apartada en su retiro secreto y donde, siempre reflexiva,
imaginaba qué hubiera pasado si...o que hubiera hecho si cual…
Así,
descubrió que la cariñosa y juiciosa Norka había tenido siempre un
gran amor; éste no pasó nunca al plano físico pero su solidez la
acompañó hasta el día de su muerte y cuyas miradas decidieron
dejar de cruzarse en la entrada del cementerio local el día que
sepultaron a su marido. Le costó trabajo interpretar la causa por la
que decidieron dejar de verse justo cuando ya hubieran podido
relacionarse abiertamente. Sin embargo, con el paso de los días y
cuanto más profundamente iba conociendo los pensamientos de su
abuela; esa señora que repartía a escondidas trozos de pan con
chocolate después del reglamentario bocadillo de jamón de la
merienda estival, supo que quien esconde un secreto con sus nietos a
plena luz durante años es muy capaz de guardar muchos más. El señor
canoso, de ojos grandes almendrados y quizás algo desaliñado, que
presidia la mayor parte de sus pensamientos era buena prueba de ello.
Lo amó siempre con una admiración casi devocionaria
y nunca necesitó nada mas allá de la certeza de su existencia.
Vio también, como si hubiera estado
presente, que fue Norka la que ayudó a morir al abuelo Manuel por
exigencia de él mismo, que no estaba dispuesto a sufrir meses de
padecimiento ante un claro diagnóstico de muerte inminente por una
enfermedad degenerativa. La versión oficial, la familiar, siempre
fue un infarto mientras dormía que no había motivos para poner en
duda. Tampoco en ésta cuestión la familia indagó nunca.
De
las constantes escarceos de don Manuel con la vecina, Rodri solo pudo
dar por sentado que su abuela estaba mas que enterada y que no le
importaban ni lo mas mínimo. Él tampoco le dio mayor importancia.
Ya era lo suficientemente mayor para saber que las pasiones carnales
rara vez se dan en la misma cama donde se tratan las rutinas diarias.
No conocía a su abuela en absoluto,
concluyó acertadamente el joven. Y, mientras paseaba tranquilamente
por los rincones y acantilados de los recuerdos de sus veranos en la
isla, su razonamiento se fue extendiendo a sus hermanos. Hermanos que
eran ya su única familia y cuya mayoría había decidido venderme lo
antes posible.
De
repente le empezó ha parecer angustioso pensar en otra gente
recorriendo las habitaciones de la casa familiar, imaginar a
desconocidos descubriendo también los secretos y anhelos de Norka
desde su propia butaca ―eso
no iba a pasar, claro, pero él no podía saberlo―,
que fueran otros los que disfrutaran de la paz, olores y los verdes y
azules tonos que durante estos días había vuelto a sentir como años
atrás. Quedarse definitivamente sin un sitio íntimo al que volver.
¡Ni
de coña!
―dijo en voz alta sin darse cuenta.
Sentado
con los pies colganderos
en el puerto de Ciudadella se decidió a llamar a la única de sus
hermanos que también había votado en contra de la venta, Elisa, la
tercera de los Garau. ―¡Maldita sea! Nunca hay cobertura en esta
maldita isla― exclamó cabreado mientras se levantaba dispuesto a
volver a casa para poder llamar tranquilo.
Un
cambio lo cambia todo
Tres
timbrazos al otro lado de la línea y Elisa contestó.
―¡Hola
feo! Desde luego siempre has tenido el don de la oportunidad…
―¿Te
pillo mal? Si quieres te llamo mas tarde.
―Hombre,
ya que me has cortado el rollo da igual…
―Hermana,
hay situaciones en las que no se debe contestar al teléfono―
Se escucharon risas
a ambos lados del
teléfono.
―Bueno,
ya que me has fastidiado el tema, ¿qué
te cuentas? ¿Alguna
novedad?
―Sigo
en casa de la abuela, en Menorca.
(Silencio)
―¿Estás
aprovechando para tomarte unas vacaciones?―
preguntó Elisa.
―Algo
así...Niña, no quiero vender la casa―
dijo.
―Ya―
contestó Elisa ― pero los demás lo tienen muy claro.
―¡Es
que me da exactamente igual lo que quieran los demás! ¡Creo que hay
cosas que no se pueden decidir por una mayoría simple y punto! Con
que uno solo de los siete no estemos de acuerdo no se puede vender.
¡Ya está bien de hacer siempre
lo que los estirados de tus hermanos digan!―
dijo subiendo la voz.
―También
son tus hermanos― contestó ella con una risita forzada en un
intento de quitarle hierro al asunto y continuo indagando ―Rodri
¿ha pasado algo estos días que te haya hecho estar tan seguro de tu
decisión de repente? Lo pregunto porque cuando nos reunimos todos
votaste en contra de la venta, como yo, pero no dijiste nada después
de la votación y parecías conforme.
Dudó
mucho si contarle a su hermana lo vivido, los secretos descubiertos
durante los
días pasados
pero entonces recordó una frase del abuelo Manuel: «Si
no quieres que algo se sepa, no lo cuentes» y
finalmente se
lo guardó.
―Mira
Elisa, ya me he dado cuenta de que cada uno va a lo suyo y es lo
normal, no lo critico, pero es en ésta casa donde siempre me sentí
más unido a la familia. Creo que es la única que he considerado un
hogar. Aquí
hemos sido muy felices y ya solo eso me parece motivo más que
suficiente para conservarla; ― siguió hablando sin parar ―tus
hermanos, incluido yo, estamos siempre quejándonos de que en éstos
tiempos es casi imposible tener nada propio, la
mitad estáis hipotecados hasta los ochenta años y los demás, como
Sara, Óscar y yo, llorando siempre
por
las esquinas porque los alquileres nos sangran más de la mitad de lo
que ganamos. ¿Y ahora, me vas a decir que es una locura que nos
quedemos con una casa maravillosa a la que poder escaparse, que sea
punto de encuentro, y garantizar también que nuestros sobrinos e
hijos hereden algo digno de no rechazar, algo
que no sean deudas?― hablaba como una metralleta, casi sin pararse
a respirar, sin pausas.
Elisa,
que estaba de acuerdo en todo con él, decidió dejarlo desahogarse.
No era muy habitual escuchar a su hermano expresarse con tanta
determinación
sino
más
bien que
intentara
evitar cualquier enfrentamiento o situación incómoda. ― Lo
dejó
continuar hasta que remató
el discurso con un
insólito:
«¡esta
vez, no
pienso dar mi brazo a torcer!». Tomó
aire y aguardó en silencio la reacción de la mayor de sus hermanas.
Tras
una breve pausa, Elisa retomó la palabra.
―Vale
niño, está claro. Si tú te niegas la casa no se vende. ¿Cómo
quieres lanzar la patata caliente? Porque creo que tus hermanos van a
mandar para allá al perito más pronto que tarde. Están deseando
vender.
―No
sé hermana― dijo casi en un suspiro ―Fer y Óscar se van a
cabrear. Supongo que reaccionarán mal y es posible que me avasallen
con
términos jurídicos que no podré
rebatir
porque
no tengo ni la más remota idea del
tema.
―Estoy
contigo en ésto y te voy a apoyar hasta el final pero te advierto
que se
va a liar parda.
Dejame hacer algunas llamadas a los demás para tantear el terreno y
empezar a preparar el campo de batalla.
―Gracias
Elisa.
―Por
cierto ― siguió ella ―¿Hasta cuando tienes previsto quedarte en
Menorca?
―No
lo sé, ― contestó ―de
momento
hasta
que se resuelva ésto. ¡Estoy dispuesto a encadenarme a la casa si
fuera necesario!―
Él
también cambió el tono y terminó por
reírse.
―Ok,
cuando sepa algo te
digo cosas. Ve
comprando las cadenas por
si...
―Te
quiero hermanita.
―Y
yo a ti peque.
Ambos
colgaron el teléfono comprobando
antes
la
duración
de
la llamada. ―
Extrañas
costumbres
humanas…
A
Rodri le quedó una efímera
sensación de triunfo
tras haberse
plantado
al
fin
sin importarle las consecuencias, tras
lo cual, decidió concederse unos momentos bajo el estrellado cielo
que durante tanto tiempo alumbró a su, cada vez más, amada
Norka.
Pasaron
un par de días hasta que los
chicos
volvieron a ponerse en contacto. En ese tiempo reforcé la decisión
de mi fiel
defensor
haciéndole ver esta
vez sus
propios
recuerdos con
la familia. Momentos borrados por la edad adulta que en su momento
tanto significaron para él y sus hermanos. Así,
la
ansiedad por la pérdida de la casa dejo paso a la esperanza
de saberse haciendo lo correcto y sobre todo lo que deseaba.
La
reacción del
resto de los
hermanos Garau
fue
la esperada. Se produjeron largas discusiones que empezaron, como
siempre ocurre en estos casos, en un tono amable y terminaron a
gritos la mayoría de las veces sin
llegar a posición
intermedia alguna.
¡Una
pena escuchar pelear
así
a los chicos!
Rodri,
cada vez mas inquieto con las sucesivas conversaciones, se dedicó
a deambular
por pasillos y
cuartos como
si esperase encontrar una solución susurrada desde las
propias
paredes.
Recorría
cada rincón, desde
las
destartaladas
y polvorientas
solanas
de la tercera planta hasta
las habitaciones colindantes al patio trasero que daban
paso al huerto oculto
bajo densos parrales.
Se
sentó durante horas, como hacia de niño, en las frías escaleras de
mármol entre la planta baja y el primer piso; si
de pequeño se dedicaba a soñar despierto, esta vez
revivió
algunos sueños pasados
que
en los últimos veinte años lo habían acompañado en
las noches y
que hasta ese mismo momento no se habían
dejado
recordar. Es
curiosa la memoria,― pensó ― puede pasar décadas en silencio
para de repente bramar con fuerza la importancia de algo en la vida
de uno.
Fue
durante uno
de
estos
registros,
mientras
picaba algo
en
la despensa de la cocina,
cuando
se le ocurrió ponerse en contacto él mismo con un perito de
la zona.
Como
vivienda
era ya
muy antigua y, consciente de que en los últimos tiempos no se me
había hecho mejora alguna, puso todas sus esperanzas en que fuese el
mismo desgaste
y sus costes materiales los que resolvieran el problema e hiciera a
sus hermanos replantearse la venta.
De
sus pesquisas obtuvo buenas y a
la vez muy
malas noticias. Efectivamente
me encontraba más deteriorada de lo que a simple vista se
podía apreciar.
Mi
tejado, ya apuntalado hace algunos años en algunas zonas, amenazada
con sucumbir mas
pronto que tarde y la tasación fue muy baja frente a lo que esperaba
la familia.
Así,
mientras los demás se hacían a la idea del escaso beneficio
económico que les podía reportar y se debatían entre hacerme
algunas mejoras para incentivar mi valor, Rodri tomó la iniciativa,
por
motivos bien distintos, y
contrató los servicios de un albañil vecino que prometió ajustar
al máximo el presupuesto y hacerme un
lavado de cara
para que no terminará por perderse una casa por la que su anciano
abuelo conservaba un vivo cariño.
Las
obras comenzaron a mediados del mes de abril
y me dispuse a dejarme hacer.
Entre
escombros
Las
tinieblas reivindicaran su espacio,
la
tempestad lo destruirá todo.
Solo
hizo falta que el joven albañil de ojos almendrados retirase una de
las vigas que apuntalaban la despensa para que me derrumbara. El peso
del techo hizo ceder mis primeras paredes y éstas arrastraron todo
lo demás.
No quedó nada en pie.
Tras
el estruendo solo quedó de mí un montón de escombros. Sobre
la pila de ruinas sobresalía
una
puerta de madera
maciza
que nadie, salvo Rodri, recordaba haber visto nunca. El
cadáver de
mi
cooperador necesario para la
destrucción se encontró rodeado de losas blancas y negras que nunca
existieron. La
víctima
resulto ser nieto del verdadero y
misterioso
amor de mi dueña. Los
secretos de Norka lo
seguirán
siendo para
siempre.
Hasta
aquí mi doméstica
historia.
Fin.