Servidor Descárgate el archivo y súbelo a la carpeta raíz de tu web. Analytics Vincula tu cuenta de Analytics y verifica tu web

30 enero 2021

Casa rumiante


¡Cuántos años esperando éste momento! Volver a abrir la puerta ha sido una gran liberación para mí. ¡Una no puede dejarse penetrar por cualquiera! Era solo cuestión de tiempo que Rodrigo lo consiguiera.

El joven no estaba seguro de si era una señal maravillosa o el presagio de un desastre pero cuando la descubrió pensó que una puerta flotante en el segundo piso de la fachada era algo, como mínimo, original.

Ilustración de Belén Gómez, 2021.


Que a nadie, en los más de cien años en que su abuela ahora fallecida, moró entre estas paredes se le hubiese ocurrido tapiar ese inútil hueco de la fachada, muy curioso comentó en voz alta. Sin embargo, que la puerta se abriese mágicamente dando acceso a un espacio diferente al esperado abismo frontal del muro le resultó asombroso.


Ya se había ido toda la familia a la península después del entierro y de los rápidos hurtos que todos, a excepción de Rodri, habían llevado a cabo. De las fantásticas cosas de la abuela, casi todas sin valor económico, había muchas que podían esconderse fácilmente en una bolsa de mano como un albúm de fotos, un candelabro o cualquier figurita proveniente de algún país exótico... No hay necesidad de discutir con los demás cuando es tan sencillo que te acompañe para siempre un recuerdo de la casa menorquina de la abuela, debieron pensar los chicos (permitanme que los siga llamando así, para mi siempre lo serán). Y, sin detenerse a dar una vuelta por las murallas de Ciudadela o asomarse a ninguno de los turquesas y verdes acantilados de Menorca, regresaron a sus respectivas vidas dejando atrás sus juveniles recuerdos estivales.

Al morir Norka dejaba para ellos de tener sentido visitar la isla y con el acuerdo, por mayoría simple, de poner la vivienda en venta lo antes posible se despidieron del penúltimo de los hermanos Garau y marcharon con la esperanza de que el paso del tiempo suavizara el cabreo de éste.

                                                             Continuará... 

20 enero 2021

El ardor de la viuda

 > Relato erótico

 Viuda desde muy joven, con una nieta a su cuidado y viviendo en una comarca tan pequeña, pensó que nunca la volverían a amar. Pero en todas las villas existe un galán y en la pedanía donde vivía Helena lo conocían como Felipe. 

La zona estaba habitada por menos gente que los alumnos matriculados en cualquier colegio de ciudad. Si bien, la población crecía en épocas estivales, durante los meses de invierno eran tan pocos los que transitaban por las calles que era imposible salir y no saludar. Todos se conocían.

Helena, recién cumplida la veintena, se vio obligada a compaginar las trabajosas labores del hogar con el oficio de costurera por encargo. Durante algo más de una década se sintió transitar entre una pérdida y otra; primero la de su esposo, un accidente mientras trabajaba en la tala de árboles, apenas varios años después de casarse; y, más adelante, la de su única hija que, aunque no se la llevó la muerte, sí desapareció con los mismos efectos, desentendiéndose de su prematuro bebé y de su respectiva madre. Ésta dejó atrás a su única familia junto al eco del sombrío bosque que rodeaba el pueblo. Poco más mencionable había en el lugar. En cualquier caso, nada que impidiese a la despreocupada chica marcharse, sin volver a mirar hacia la monótona espesura que dejaba a sus espaldas.

Así las cosas, la joven abuela de la casita de ladrillos colorados fue recibiendo los garrotazos de la vida con la fuerza y lozanía que la necesidad de seguir comiendo otorga a la voluntad, sin detenerse nunca mucho en el duelo por las ausencias. Sin embargo, las sucesivas desgracias que integraron el guion de su vida marcaron su bellísimo rostro antes de tiempo. Las arrugas surcaban su perfil y ella las recalcaba con el negro de un luto que no abandonó jamás. En oposición a su atuendo, desde la marcha de su hija, insistía en ataviar a la nieta con las ropas de colores más vivos que ella misma confeccionaba y, ya desde la adolescencia, con una gruesa capa roja con capucha, que acabaría por rebautizar a la niña en honor a la inusual prenda.

Crio a la conocida como Caperucita roja con la misma energía que a su propia hija, pero con más experiencia y menos pesares. Para cuando nieta y abuela se repartían las faenas, la viuda ya compartía cama y pecados con el insaciable galán que provocaba las calenturas de todas las mozas del pueblo y sofocaba tanto las de éstas, como los ardores más exigentes y maduros de Helena. 


A Felipe no se le sabía oficio conocido, aparte de andar todo el día de casa en casa con alguna parada a medio camino en el bosque. Mancillaba cuanto honor encontraba a su paso, no topando jamás con resistencia alguna a sus bajos impulsos, tan solo algún fingido lamento que escapaba de la boca de una acalorada doncella, más por decoro que por ganas, en forma de susurro. Cuando cesaban las arremetidas que magullaban la espalda de la doncella contra el árbol, el feroz Felipe se desentendía de su cuerpo, sin contemplación ni cariño, devolviendo sus faldas a la posición correcta.

Sin embargo, los encuentros con Helena siempre fueron distintos, más amables y menos automáticos. Era tal el calor que la viuda, toda la vida empeñada en el trabajo, albergaba en su interior —sin haberle dado salida— que hasta el enérgico joven tenía que afanarse cuando de saciarla se trataba. Eran visitas programadas, siempre por ella, orquestando todo lo demás para garantizarse un par de horas a solas. Así, mandando a Caperucita al mercado o algún otro cometido lejos de la casa, se procuraba un espacio en el que poder sofocar sus calores con Felipe. 

Si en el pueblo alguien lo sabía, nunca nadie lo comentó, como tampoco mencionaron las correrías con las otras chicas. Seguramente por el miedo a que, al exponer tan indecorosa actitud, la vergüenza obligara a más de una familia a repudiar a sus hijas al reconocer su comportamiento. Preferían, pues, no mencionar nada al respecto.

Fueron muchas las cosechas durante las cuales la lozana abuelita y el chico revolvieron las sábanas de la cama de la casita roja. Felipe, que tenía en la viuda a su más completa amante, no parecía reparar en los signos que el paso de los años dejaba en ella. 

Así fue hasta que un día, de vuelta a casa, se topó a lo lejos con la capa carmesí de Caperucita. A escondidas, al abrigo de la complicidad que le procuraban los árboles del bosque, reparó en su figura. Sin darse cuenta, mientras seguía con la mirada cada nueva redondez del cuerpo de la chiquilla, su fatigado cuerpo —después de una concienzuda mañana de sexo— respondió a lo que veía con una inusitada energía como si nunca, y menos aún minutos antes, se hubiera derramado dentro del cuerpo de una mujer. Tan sorprendido como excitado, y sin apartar los ojos de la chica que buscaba níscalos en la zona más húmeda del boscaje, con brío y casi con violencia, se alivió en silencio sin que Caperucita reparara en él.

La indecente escena se repitió cada vez con más frecuencia. La chica, cuyos cabellos escapaban desafiantes por los bordes de una capucha roja, parecía ser inmune a los encantos del galán. Ensimismada como andaba siempre en fantasías y ensoñaciones durante sus paseos por el monte y, por muchas veces que éste procuró hacerse el encontradizo con ella, no parecía prestarle la más mínima atención, más allá del saludo y los breves diálogos que rigen las normas de la cortesía. Mientras tanto, el deseo del joven por ella iba en aumento hasta el punto de convertirse en el único cuerpo en el que focalizaba todas sus pretensiones. 

Siguió acudiendo durante un tiempo a las citas con la fogosa abuelita, más por aplacar sus ansias que por verdadero deseo. Nieta y abuela poseían unos rasgos tan parecidos que, aunque aliviaban su obsesión, tener que conformarse con la versión marchita de las dos bellezas se terminó tornando en rencor. Odió a Helena. Ella, tan vigorosa, con tantas ganas de él. Y la otra, la que de verdad ansiaba poseer, tan lejos de su alcance. No estaba acostumbrado a recibir un no por respuesta y, cuando estas negativas se hicieron habituales durante los intentos de acercarse a la nieta, comenzó a volcar su frustración sobre la cama de la mayor de ellas, con una agresividad y violencia que ésta le desconocía. 

Hacía más de diez años que compartían sus apetitos sin recato, conociendo los gustos más secretos el uno del otro; desde que Felipe era apenas un imberbe hasta ahora, que tanto su cuerpo como sus necesidades físicas habían crecido en la misma proporción, jamás se había comportado así con ella. La dañaba cada vez más, la maltrataba y, donde antes dejaba marcas de pasión y besos demasiado enérgicos, quedaban ahora moratones y señales de caprichosos golpes. El temor que empezó a sentir por él desplazó precipitadamente la pasión que hasta entonces la llevaba a procurar tenerlo cerca en el mayor número de oportunidades posible, hasta que el miedo la terminó empujando a cerrarle tanto las puertas de su casa como el acceso a su cariño.

Tras sucesivos intentos fallidos de Felipe de encontrarse con ella y diversas amenazas lanzadas al aire desde el exterior, que se colaban por las rendijas de las ventanas, el aguante del colérico hombre llegó a su fin. Sabiendo a Helena en el interior de la vivienda, pues oía perfectamente la entrecortada respiración que se escapaba de sus sollozos, forzó la puerta y entró, destrozando todo a su paso. Del mitigado llanto, la abuela pasó a los gritos de auxilio que ni llegaron a los oídos de nadie que pudiera acudir en su ayuda, ni se alargaron mucho en el tiempo. El Lobo, como se le conocería en la comarca a partir de ese día, la golpeó hasta hacerse con ella y, de la forma más salvaje posible, la violó. Tan absorto lo tenía su enajenación que no se percató de la fuerza que ejercía en su víctima hasta que terminó y la sintió inerte.

Gobernado por el inmenso odio que lo había puesto en esa situación y, otra vez, con unas fuerzas más propias de una bestia salvaje que de su propia naturaleza, arrastró el cuerpo, de su hasta entonces amante, hasta dejarlo escondido bajo el mortal lecho de Helena.

Sin prisas, recogió el desorden que él mismo había provocado al forzar su entrada en la vivienda y, recostándose, ocultó su identidad bajo el abrigo de las mantas mientras esperaba, con paciencia y una sonrisa, la llegada de Caperucita roja.

02 enero 2021

Un gran hombre


 Desgarbado, y de rictus amable, es el gigante de mi barrio. Un inmenso cayado sostiene ahora el peso de sus años por la calle Delicias. Todo en él es grande, su ropa, los zapatones, sus pasos y su sonrisa. Es una de esas personas que saben reír con los ojos y, aunque se nota que su gigantismo se ha hecho un problema más notable con la edad, pasea a todas horas sus inmensos huesos por la zona, hasta que se sienta a descansar y observar a la gente pasar en un banco. A todo el que se dirige a él le responde amablemente y es fácil presuponer que conoce profundamente la soledad. El aislamiento de saberse siempre distinto y, ahora ya mayor y viudo, sus camisas arrugadas y el anillo del dedo así lo apuntan, la de tener que aprender a vivir sin compañía.

Siempre lo imagino en una gran cama, en una casa con techos altos porque, si encorvado sobre el bastón ya debe alcanzar los dos metros, erguido ha de ser colosal. Qué extraordinario tiene que ser sentirse abrazada por la inmensidad de un hombre así.

La última vez que coincidí con él fue en una tienda muy cerca de casa. Era la primera vez que tras sus pequeñas gafas no encontré la acostumbrada dulzura. Los clientes de la tienda cuchicheaban alrededor y salían del comercio manteniendo las distancias. Me sorprendió la actitud de unos y el duro gesto del otro, pero compré lo que había ido a comprar y sin más, volví a casa.

Si acostumbrase a leer los periódicos locales me habría enterado que, apenas unos días antes, había sido relacionado con un truculento asesinato y estaba siendo investigado. Libre de momento por falta de pruebas bastantes que lo inculpasen, el barrio que siempre lo había tenido como un representativo y entrañable personaje de la zona, parecía ya haberlo juzgado y, la condena que le impusieron fue someterlo al más absoluto abandono.

No he vuelto a verlo, pero sé por la prensa que las pesquisas de la investigación finalmente condujeron en otra dirección. Mi vecino ha quedado absuelto de cualquier duda sobre su culpabilidad. Sin embargo, parece que no ha vuelto a salir de casa o, a lo peor, ha muerto en su inmensa cama atormentado por la soledad y las miradas hirientes de los destinatarios de su ternura. En cualquier caso, lo que es seguro es que echaré de menos verlo en el decorado de la calle. No es fácil encontrar grandes hombres que además sean grandiosos. Debí sentarme alguna vez a su lado en el banco e intentar conocer su historia.