Desgarbado, y de rictus amable, es el gigante de mi barrio. Un inmenso cayado sostiene ahora el peso de sus años por la calle Delicias. Todo en él es grande, su ropa, los zapatones, sus pasos y su sonrisa. Es una de esas personas que saben reír con los ojos y, aunque se nota que su gigantismo se ha hecho un problema más notable con la edad, pasea a todas horas sus inmensos huesos por la zona, hasta que se sienta a descansar y observar a la gente pasar en un banco. A todo el que se dirige a él le responde amablemente y es fácil presuponer que conoce profundamente la soledad. El aislamiento de saberse siempre distinto y, ahora ya mayor y viudo, sus camisas arrugadas y el anillo del dedo así lo apuntan, la de tener que aprender a vivir sin compañía.
Siempre lo imagino en una gran cama, en una casa con techos altos porque, si encorvado sobre el bastón ya debe alcanzar los dos metros, erguido ha de ser colosal. Qué extraordinario tiene que ser sentirse abrazada por la inmensidad de un hombre así.
La última vez que coincidí con él fue en una tienda muy cerca de casa. Era la primera vez que tras sus pequeñas gafas no encontré la acostumbrada dulzura. Los clientes de la tienda cuchicheaban alrededor y salían del comercio manteniendo las distancias. Me sorprendió la actitud de unos y el duro gesto del otro, pero compré lo que había ido a comprar y sin más, volví a casa.
Si acostumbrase a leer los periódicos locales me habría enterado que, apenas unos días antes, había sido relacionado con un truculento asesinato y estaba siendo investigado. Libre de momento por falta de pruebas bastantes que lo inculpasen, el barrio que siempre lo había tenido como un representativo y entrañable personaje de la zona, parecía ya haberlo juzgado y, la condena que le impusieron fue someterlo al más absoluto abandono.
No he vuelto a verlo, pero sé por la prensa que las pesquisas de la investigación finalmente condujeron en otra dirección. Mi vecino ha quedado absuelto de cualquier duda sobre su culpabilidad. Sin embargo, parece que no ha vuelto a salir de casa o, a lo peor, ha muerto en su inmensa cama atormentado por la soledad y las miradas hirientes de los destinatarios de su ternura. En cualquier caso, lo que es seguro es que echaré de menos verlo en el decorado de la calle. No es fácil encontrar grandes hombres que además sean grandiosos. Debí sentarme alguna vez a su lado en el banco e intentar conocer su historia.
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