Desde la acera de enfrente se veía llover dentro del portal diecinueve.
El agua corría por el rellano cayendo por el zaguán hasta la calle y atravesando el gran portón.
La lluvia rebasaba ya el quicio de la puerta y resbalaba mojando los pies de la pequeña Martina que inmóvil, veía escaparse el agua desde su casa donde un aplacado sol iluminaba el día.
No era la primera vez que la lluvia la recibía al llegar a casa, pero si la primera que la niña se detenía a observar el fenómeno. Quieta como estaba, con una bolsa colgando del
brazo bajo el marco de la puerta, escudriñó atenta los rincones del recibidor.
Mientras el agua le mojaba el rostro se dio cuenta que la lluvia era fina y constante. Caía directamente desde el techo y el sonido que producía, primero contra la gran mesa de mármol y después sobre el suelo, conseguía mitigar el eco habitual de la destartalada vivienda -media sonrisa se dibujó en su cara-.
Martina vivía sola en esa gran casa, en una calle olvidada de cualquier ciudad. Tanto sus días como sus noches se caracterizaban por un mismo sonido, el silencio. Un rotundo y ensordecedor silencio que la despertaba por las mañanas y arrullaba por las noches.
Permanecía también constante por las tardes y no enmudecía jamás.
La monotonía de ese callado ruido era para la pequeña la más pesada de las cargas. La lluvia sin embargo, aliviaba el tormento que le invadía, la nada.
Lentamente entró y cerró tras de sí la puerta. Dejó la bolsa que llevaba sobre la mesa, junto al pequeño jarrón lleno de flores frescas y subió lentamente las escaleras de madera hacia el comedor. Contempló la habitación y los pocos muebles que lo abrigaban, tan solo un par de sillas y una antigua butaca, así como los rincones llenos de montones de muy distintas cosas. No estaban mojados. El agua caía sobre ellos como sobre el suelo pero sin embargo, no se calaban, el agua parecía resbalar.
Martina extendió una mano y de inmediato comprendió que la lluvia solo la mojaba a ella.
Se dirigió resuelta hacia una de las pilas de cosas apoyadas contra la pared y
rebuscando, cogió un raído cuaderno verde. Quizás su pertenencia más querida y sin embargo, abandonado en un rincón años atrás.
Al ojearlo, después de mucho tiempo, se enfrento con su propia caligrafía y por segunda vez en un mismo día, sonrió.
Sin siquiera percibir sus propios movimientos se encontró sentada en el suelo, junto a la ventana, releyendo historias fantásticas que ella misma había inventado.
El sol entraba por el balcón, se cruzaba con la lluvia doméstica sobre el cuaderno y dibujaba un tímido arcoíris sobre sus páginas.
La pequeña, guiada por una sensación que la sacudía, tomó un lápiz y comenzó a escribir y así, mientras se regocijaba, como hacemos todos cuando elevamos nuestros sueños otra vez, comenzó a secarse su agua y en el número diecinueve dejó de llover.
10 diciembre 2020
Martina y la lluvia
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Ay...la pequeña Martina...
ResponderEliminarPara alguien que le gusta tanto el sol es un castigo excesivo una lluvia personalizada, aunque.. de que otra forma podrías disfrutar del arcoiris?
Un placer leerte y saber de ti, compi.
Q bonito! He escuchando la lluvia mientras lo leía.
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