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19 marzo 2021

Casa rumiante (3ª parte)

La abuela Norka 

Mi querida Norka se fue tranquilita y sin hacer ruido. Sin dolores corporales importantes y sin haber sufrido ninguna enfermedad mencionable a lo largo de su longeva vida, el pasado jueves diecinueve de febrero del año de vuestro señor dos mil doce.

Se arropó en la cama y no volvió a ver amanecer. Entre remotos recuerdos, y sueños enredados con la realidad, abandonó este mundo satisfecha y agradecida por haber tenido tanta suerte. Claro está que todo siempre es mejorable, pero también pudo ser infinitamente peor. ¡Bien lo se yo que he visto pasar tantas cosas entre mis cuatro paredes!

Ilustración de Belén Gómez, 2021.

 Cuando el vecino trajo el pan a la mañana siguiente, al serle ya físicamente imposible responder a su llamada a mi última propietaria, lo dejé entrar. La encontró en la centenaria alcoba del fondo de la primera planta. Al contemplar su plácida sonrisa y mortuoria postura debió deducir que ya no iba a tener que venir nunca más. Una pena dejar de disfrutar del té calentito cargado de historias con que la señora lo obsequiaba a diario, debió pensar el chico, o al menos eso pensé yo.  

 

«¡Deja de tirarme de las trenzas!» Le gritaba medio sollozando hace noventa y cuatro años al primer individuo de género masculino, en este caso su hermano, que abuso de su superioridad física sobre ella. Así, con solo nueve años, comenzó la pequeña Norka a aprender delante de mis narices, e imagínense de la época de la que les hablo, que los hombres además de mas fuerza física tienen un poder aún mayor sobre las féminas, el convencimiento popular de su total supremacía, y eso es más grave. Ellas poco podían hacer por esa época más allá de ver, oír y callar. Las exigencias primero del padre, mas tarde de los hermanos y después del esposo, se obedecían sin rechistar. Pero Norka tuvo mucha suerte. Se casó con un buen hombre, trabajador, calladito y silencioso que tuvo la amabilidad de morirse hace algo más de treinta años cuando ella estaba mentalmente ya divorciada de las costumbres de las señoras de su edad. No me malinterpreten, fue una mujer afortunada. El padre de sus hijos no la quería pero la respetaba, al menos en apariencia. Ambos se atendieron hasta que la repentina muerte del hombre de la casa la liberó de las tareas de esposa. La había oído muchas veces decir que daba mas trabajo de lo que valía el pobre...La verdad es que el señor Manuel aportaba poco mas que el sueldo en la familia, era casi como un mueble pero al que hay que alimentar y lavar la ropa. No fue una gran perdida para nadie. Fue a partir de ese momento cuando Norka pudo dedicarse, con menos cautela y mas empeño, a lo que los demás llamarían una perdida de tiempo si hubieran conocido sus costumbres y que, salvo por sus hijos y mi protección, es lo que hicieron su vida más plena de lo que le tocaba.

 

Nunca fue una mujer al uso, sus inquietudes excedían con creces los limites de la casa que sus padres le legaron y por supuesto del calor de los fogones, aunque cocinaba de maravilla. Recuerdo exactamente el momento en que construí su sitio favorito, un lugar donde pudiera ser feliz. Fue cuando los chicos salían ya de la penosa adolescencia y la lenta rutina diaria, sin novedad ni sorpresa alguna, aumentó su sensación de desidia empezando a convertir el oxigeno del aire en una espesa capa difícil de digerir. La sensación de asfixia se hizo casi palpable. Sentí miedo por ella. La había visto nacer, crecer, callarse por obligación, acariciar mis paredes paseando entre las habitaciones con las puntas de los dedos tantas veces…¿Cómo no iba a querer verla feliz? Era mi niña. La más especial de todos cuantos han pasado por aquí desde que su abuelo levantó mis tabiques, ladrillo a ladrillo con sus propias manos. Siempre fue una persona inquieta pero con el paso de los años la sensación de perdida de tiempo empezó a convertirse en lo que ahora los jóvenes llaman ansiedad. Las tareas ordinarias en las que se afanaban día tras día las demás madres y esposas para ella eran mecánicas e insustanciales y, aunque nunca lo exteriorizó, odiaba el papel que desempeñaba por insulso. Había tantas preguntas que resolver, tanto que conocer y experimentar, solía pensar antes de dedicarse en alguna de las más engorrosas faenas que su familia alababa tanto como por ejemplo, la elaboración de deliciosas mermeladas caseras cuya elaboración llevaba las suficientes horas como para estar ocupada todo un día. Ojalá hubiera sido creyente para encontrar resignación y respuestas a todas las preguntas encomendándose a una fe ciega que por mucho que se esforzó nunca consiguió interiorizar.

Así que, como las apariencias las tenía más que controladas, le abrí una puerta a la esperanza en forma de habitación donde pudiera ser ella misma y olvidarse de todos los demás. En la sala puse solo un mueble, la mecedora de madera y piel en tonos caoba en la que de pequeños acunaba a sus hijos. El balanceo de la butaca tenia un ritmo hipnotizante en su ánimo y me pareció adecuada para que meciese primero sus pensamientos y más tarde expiara sus culpas entre un cielo estrellado por techo y el tablero de ajedrez que le dibujé en el suelo. Yo cree el espacio. La magia la puso ella.

 

Hasta su muerte solo Norka había estado allí. Cuando sentí en su nieto Rodrigo las mismas inquietudes que tan bien reconocía y supe que era él quien merecía conocer a su abuela, volví a abrir la puerta solo visible para quien es capaz de ver.

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