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01 abril 2022

EN LA HIGUERA


El 17 de Julio de 1936, la rebelión militar de Melilla, significó el comienzo de la Guerra Civil Española. Dos días después, en la que fue la última ciudad andaluza en rendirse a las tropas fascistas, las autoridades recibían la orden desde Madrid de repartir armas entre civiles y milicianos. Y, a pesar de que esa misma tarde la situación estaría  completamente controlada por los grupos republicanos, y que la insurrección golpista fracasaría en la capital almeriense, gracias a la falta de coordinación de las fuerzas conservadoras y la rápida reacción de las milicias populares; el profesor Don José  Giménez Hernández anunció al llegar a casa que se iban a vivir al pueblo esa misma noche.   

  Así, mientras Almería en los meses siguientes era objeto de la llegada masiva de refugiados que acrecentaban el problema no tanto de la escasez de alimentos que  flagelaba el país, sino de la circulación de dinero para poder adquirirlos, Don José acompañado de su familia, tomaba posesión como director en la escuela del pueblo que le vio nacer y que ahora sería su refugio. Al tratarse, desde el comienzo de la Segunda República, de una población capital de comarca y cabecera de partido judicial, era lugar  habitado por propietarios, letrados y jueces que como ocurría con los Giménez, era fácil adivinar con que bando simpatizaban, así no militaran abiertamente. La ostentación de unos se contraponía a la penuria de la mayoría de jornaleros y obreros de todas clases. Pero en el medio rural los recursos campesinos permitían ciertos márgenes de  subsistencia que, en tiempos de guerra, igualaban bastante la partida de supervivencia y el enemigo común no era tanto el hambre como cualquier vecino del bando contrario que entrara de noche a tu casa para causar una baja en las supuestas filas enemigas, estando las ejecuciones influenciadas o no, por motivos personales y venganzas entre vecinos.  

Conforme se iba reduciendo la zona republicana en España y progresaban los sublevados, la contienda se recrudeció y mientras las milicias detenían, desmantelaban  iglesias y atacaban todos aquellos núcleos de poder que estuvieran relacionados con la derrocada monarquía y los tradicionales grupos de derechas; los sublevados avanzaban también matando a sangre fría mientras sus bombas aliadas asolaban a la población.  

Un año después del traslado al pueblo, y tras ser la capital almeriense bombardeada por la armada alemana, Don José se encontraba marcado y perseguido, y se vio obligado a  desaparecer para evitar que lo ajusticiaran sin justicia alguna. La gran casa donde  vivían, que en otra época había albergado el cuartel de la Guardia Civil, le ofrecía  buenas oportunidades para esconderse, a saber: las solanas en la tercera planta entre  todo clase de trapos y cacharros; los pasillos interiores ocultos que comunicaban varias instancias de la casa o el inmenso huerto con que contaba la finca en la parte de atrás, que colindaba con la ribera del rio tan solo separado de éste por un muro de poco más de medio metro. Si bien al principio de su retiro escogió esas primeras zonas interiores de la casa, siendo su mujer o sus hijos los que le proveían de alimentos diariamente, conforme los asaltos e incursiones a las viviendas aumentaron, trasladó su escondite al huerto. 

En los primeros meses de su destierro aún se atrevía a entrar a la vivienda, agazapado en algunas horas menos peligrosas, solo de vez en cuando, para ver a su mujer y los niños pero en poco tiempo eso tampoco fue posible. Ser visto por cualquiera podía suponer la muerte en el acto, ya nadie sabía de quien se podía fiar, y la horrible muerte con cal viva de su cuñado era señal de advertencia más que suficiente del peligro que corría el  
pudiente director de la escuela de pueblo.  

El huerto estaba bien provisto de comestibles como para no pasar hambre en una larga temporada y, a pesar de que la guerra fue larga, ni Don José ni los demás proscritos que eventualmente saltaban el muro y lo utilizaban como escondite, tuvieron nunca necesidad alguna. La prudencia reinante del que huye le hacía al nuevo en llegar irse pronto ante el temor de que mucha gente en el mismo lugar los delatase. De entre todos  esos viajeros obligados y clandestinos, el que más tiempo se quedó en el huerto fue Antonio. José conocía bien al chico. Era el hijo de un jornalero honrado y trabajador del pueblo al que ir con compañías indeseables, a juzgar por el que empuñaba la pistola ese día, sentenció su destino. Así, su hijo, por consanguinidad en primer grado y diecisiete añitos, se vio en la necesidad de alcanzar la mayoría de edad con el bueno del maestro debajo de una higuera.  
 
Mientras España entera sufría los continuos bombardeos y llegaban cada vez más noticias de las derrotas de las fuerzas republicanas, José y Antonio pasaban los días de guerra en un vergel, aislados y ajenos a la actualidad y a los fusilamientos; entre árboles frutales y hortalizas que a escondidas se esmeraban en preservar.  
 
En Abril de 1939, cuando fantaseaban con la próxima cosecha de brevas en junio, el inusual alboroto de vecinos y vítores, así como la apertura del balcón de par en par que daba al huerto, después de más de dos años cerrado a cal y canto, los puso en tensión. Hasta que su mujer, Mercedes, no lo llamó a gritos anunciando el fin de la guerra no se atrevieron a moverse. Y así, desconcertados por tan inesperada noticia, salieron del huerto uno como vencedor y el otro como vencido, sin haberse enfrentado a mas lucha que a la competición de hacer acopio de la mayor cantidad de higos maduros zarandeando la higuera lo menos posible.  
 
Ya solo les quedaría por delante reconstruir lo devastado y aguantar cuarenta años de dictadura …

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