Servidor Descárgate el archivo y súbelo a la carpeta raíz de tu web. Analytics Vincula tu cuenta de Analytics y verifica tu web

23 abril 2021

Al son de las cerezas

_No es fácil vivir en Cuba… ¡A dos con noventa y nueve está el kilo de cerezas en el puestico del barrio! Si la cosa sigue así, el niño tendrá que dedicarse a otra cosa o hacerlas con otra fruta - le decía irritado Orlando a Marian mientras inventaba la forma de que los veinte euros de sueldo cubano les alcanzara para comer, poder darle una ayudita a Dayron y pagar los gastos de la casa que no sufragaba el estado-.

_Además Marian, esa maldita fruta, importada y carísima, no te hace ningún bien -apuntillaba el negrón- Tiene demasiado azúcar para quien sufre diabetes. ¡No deberías pasar ni por donde las venden! Si el muchacho no fuera tan derrochador, si guardara algo de lo que gana meneando el culo para los turistas en el Tropicana, o si dejara de regalarles las que hace a las yumas, podría comprarse unas maracas como dios manda para el show, y nosotros dejar de comer cerezas y guardar huesos. ¡Que les regale papayas para irse con ellas, pinga!

No es fácil vivir en Cuba, pero puede ser un poquito más sencillo si eres un mulato de metro noventa y cuatro de estatura, con veintiún años, y sabes más sobre cómo buscarte la vida que cualquier europeo de cuarenta.

Dayron, comenzó a trabajar como bailarín de relleno en el más célebre cabaret caribeño por casualidad y por cansón. Con tal de no escucharlo más, Mikel, un amigo de la familia, le echó una manita para que cubriese los huecos del ballet cuando hacía falta. Llegar a bailar en el escenario del Tropicana no era sencillo, había que tener mucho talento y bastante trayectoria profesional. En su defecto, el mulato, tenía incontable poca vergüenza, mucha labia y la capacidad de encandilar a cualquier mujer, independientemente de la edad de ésta o el idioma en el que se expresara, con solo una sonrisita y unas maracas caseras. ¿Habrá algo más especial y conmovedor que un regalito hecho con las propias manos? Dayron sabía que no.


Así, bailando al fondo del espectáculo caribeño, donde solo hacia bulto, y ni se veían sus pasos, ni se oía el son que producían los huesos de cereza contra la cascara de coco de sus maracas, el muchacho pasaba seis noches a la semana.

Los noventa minutos que duraba el espectáculo eran para él preámbulo obligatorio antes de empezar el verdadero trabajo. ¡Más le valía con el ruinoso sueldo que le pagaban!

Estar en nómina en la Habana no alcanzaba para nada, sin embargo, todo lo que permitiera alternar con los turistas era un filón. Si se sabía hacer, lo mínimo que podía sacar una noche era compartir unos tragos de ron con unas turistas lindas, una agradable velada, y amanecer en la cama de algún buen hotel de la Habana de donde se iría desayunado y posiblemente con algún regalito en metálico.

Pero vivir en Cuba no es fácil, y nadie elige de quien se enamora. Una tarde, mientras ultimaba otro par de maracas para regalar al finalizar la actuación, conoció a Pedro. Tenía su misma edad y el parecido físico de ambos era asombroso. Éste, había trabajado también de modelo anteriormente, y tenía para contar muchas historias y experiencias que a Dayron le parecían muy interesantes. En seguida se hicieron inseparables. Los hermanos del Tropicana los llamaban. Se intercambiaban la ropa y lo compartían prácticamente todo. No había mesa de turistas, bonitas o feas, que se resistiera al tándem. Todas querían compartir tragos, bailes y risas con ellos, y la competencia era feroz para conseguir ser la elegida, e irse al hotel acompañada por alguno de los dos adonis.

Las semanas parecían una continua fiesta, y las ganancias y los regalitos se les multiplicaban. Pedro era un seductor profesional, se las sabía todas y Dayron aprendió las que aún no se sabía. Pero no todo fue parranda. El, hasta entonces, sencillo mulato, que vacilaba a las chicas al son de los huesos de las cerezas de sus maracas, también sucumbió a la gracia y los encantos de Pedro. Cada vez ponía menos interés en sus propias conquistas, y retrasaba el momento de irse con ellas para pasar más tiempo con su compañero de correrías. Empezó a comprender lo que le ocurría la primera vez que sintió una punzada en el estómago al verlo irse con la extranjera de turno. Esa noche lo odió.

Vivir en Cuba no es fácil. Y, aunque es una isla maravillosa llena de música y pequeños placeres, el tiempo allí trascurre de distinta manera a como lo hace en los demás relojes del mundo. Al calendario de la Habana se le cayó la última hoja en los años cincuenta del siglo pasado, para lo bueno y para lo malo; y para Dayron, sin más valor ni habilidad que la maña para hacer y tocar maracas caseras, y moverse a ese son, fue imposible hacer frente a sus sentimientos.

Así pues, por si no fuera ya bastante complicado vivir en Cuba, y aunque el muchacho conseguiría hacer carrera en el mejor cabaret de la isla pasando las noches con las muchachas más lindas, todas las mañanas su primer pensamiento sería para el otro de los llamados “hermanos del Tropicana”. Lo quiso siempre en silencio sin que nadie sospechara nada, y su condena, por vivir de los anhelos de las turistas, fue no saber nunca lo que se siente al amar abierta y sinceramente, ni llegar a ser amado.

 Relato extraído del libro 'Sueños enredados', publicado por la Editorial La Fragua del Trovador.

 https://www.lafraguadeltrovador.com/pagsecun/otraspublicaciones.htm

¡Feliz día!

 


19 marzo 2021

Casa rumiante (3ª parte)

La abuela Norka 

Mi querida Norka se fue tranquilita y sin hacer ruido. Sin dolores corporales importantes y sin haber sufrido ninguna enfermedad mencionable a lo largo de su longeva vida, el pasado jueves diecinueve de febrero del año de vuestro señor dos mil doce.

Se arropó en la cama y no volvió a ver amanecer. Entre remotos recuerdos, y sueños enredados con la realidad, abandonó este mundo satisfecha y agradecida por haber tenido tanta suerte. Claro está que todo siempre es mejorable, pero también pudo ser infinitamente peor. ¡Bien lo se yo que he visto pasar tantas cosas entre mis cuatro paredes!

Ilustración de Belén Gómez, 2021.

 Cuando el vecino trajo el pan a la mañana siguiente, al serle ya físicamente imposible responder a su llamada a mi última propietaria, lo dejé entrar. La encontró en la centenaria alcoba del fondo de la primera planta. Al contemplar su plácida sonrisa y mortuoria postura debió deducir que ya no iba a tener que venir nunca más. Una pena dejar de disfrutar del té calentito cargado de historias con que la señora lo obsequiaba a diario, debió pensar el chico, o al menos eso pensé yo.  

 

«¡Deja de tirarme de las trenzas!» Le gritaba medio sollozando hace noventa y cuatro años al primer individuo de género masculino, en este caso su hermano, que abuso de su superioridad física sobre ella. Así, con solo nueve años, comenzó la pequeña Norka a aprender delante de mis narices, e imagínense de la época de la que les hablo, que los hombres además de mas fuerza física tienen un poder aún mayor sobre las féminas, el convencimiento popular de su total supremacía, y eso es más grave. Ellas poco podían hacer por esa época más allá de ver, oír y callar. Las exigencias primero del padre, mas tarde de los hermanos y después del esposo, se obedecían sin rechistar. Pero Norka tuvo mucha suerte. Se casó con un buen hombre, trabajador, calladito y silencioso que tuvo la amabilidad de morirse hace algo más de treinta años cuando ella estaba mentalmente ya divorciada de las costumbres de las señoras de su edad. No me malinterpreten, fue una mujer afortunada. El padre de sus hijos no la quería pero la respetaba, al menos en apariencia. Ambos se atendieron hasta que la repentina muerte del hombre de la casa la liberó de las tareas de esposa. La había oído muchas veces decir que daba mas trabajo de lo que valía el pobre...La verdad es que el señor Manuel aportaba poco mas que el sueldo en la familia, era casi como un mueble pero al que hay que alimentar y lavar la ropa. No fue una gran perdida para nadie. Fue a partir de ese momento cuando Norka pudo dedicarse, con menos cautela y mas empeño, a lo que los demás llamarían una perdida de tiempo si hubieran conocido sus costumbres y que, salvo por sus hijos y mi protección, es lo que hicieron su vida más plena de lo que le tocaba.

 

Nunca fue una mujer al uso, sus inquietudes excedían con creces los limites de la casa que sus padres le legaron y por supuesto del calor de los fogones, aunque cocinaba de maravilla. Recuerdo exactamente el momento en que construí su sitio favorito, un lugar donde pudiera ser feliz. Fue cuando los chicos salían ya de la penosa adolescencia y la lenta rutina diaria, sin novedad ni sorpresa alguna, aumentó su sensación de desidia empezando a convertir el oxigeno del aire en una espesa capa difícil de digerir. La sensación de asfixia se hizo casi palpable. Sentí miedo por ella. La había visto nacer, crecer, callarse por obligación, acariciar mis paredes paseando entre las habitaciones con las puntas de los dedos tantas veces…¿Cómo no iba a querer verla feliz? Era mi niña. La más especial de todos cuantos han pasado por aquí desde que su abuelo levantó mis tabiques, ladrillo a ladrillo con sus propias manos. Siempre fue una persona inquieta pero con el paso de los años la sensación de perdida de tiempo empezó a convertirse en lo que ahora los jóvenes llaman ansiedad. Las tareas ordinarias en las que se afanaban día tras día las demás madres y esposas para ella eran mecánicas e insustanciales y, aunque nunca lo exteriorizó, odiaba el papel que desempeñaba por insulso. Había tantas preguntas que resolver, tanto que conocer y experimentar, solía pensar antes de dedicarse en alguna de las más engorrosas faenas que su familia alababa tanto como por ejemplo, la elaboración de deliciosas mermeladas caseras cuya elaboración llevaba las suficientes horas como para estar ocupada todo un día. Ojalá hubiera sido creyente para encontrar resignación y respuestas a todas las preguntas encomendándose a una fe ciega que por mucho que se esforzó nunca consiguió interiorizar.

Así que, como las apariencias las tenía más que controladas, le abrí una puerta a la esperanza en forma de habitación donde pudiera ser ella misma y olvidarse de todos los demás. En la sala puse solo un mueble, la mecedora de madera y piel en tonos caoba en la que de pequeños acunaba a sus hijos. El balanceo de la butaca tenia un ritmo hipnotizante en su ánimo y me pareció adecuada para que meciese primero sus pensamientos y más tarde expiara sus culpas entre un cielo estrellado por techo y el tablero de ajedrez que le dibujé en el suelo. Yo cree el espacio. La magia la puso ella.

 

Hasta su muerte solo Norka había estado allí. Cuando sentí en su nieto Rodrigo las mismas inquietudes que tan bien reconocía y supe que era él quien merecía conocer a su abuela, volví a abrir la puerta solo visible para quien es capaz de ver.

19 febrero 2021

Casa rumiante (2ª Parte)


Los Garau 

Los Garau son una familia mallorquina que, a excepción de dos de los siete hermanos que regresaron a residir a la isla de Palma, Elisa y Rodri, se estableció en Barcelona en los años setenta buscando un medio de vida menos estacional que el que propiciaba el boom turístico que acababa de producirse en las Islas Baleares. Atraídos por el constante crecimiento económico de la industria textil catalana, y cuando todavía la prole la formaban solo Fernando, el primogénito; Manu y la deseada Elisa, que viajó por primera vez en barco enganchada a la teta de su madre, se afincaron en la península.

Tras el fallecimiento de sus padres, hace ocho y cuatro años respectivamente, y la reciente pérdida de la matriarca de la familia, quedaban completamente desprovistos de ascendiente o familiar cercano alguno más allá de ellos mismos, los hermanos.

Si bien entre ellos no había existido hasta el momento de la muerte de la abuela Norka ninguna disputa suficientemente grave, la vida y las decisiones que van conformándola los fue separando, no solo física sino emocionalmente, hasta no conseguir reunirse todos en la misma sala desde hacía muchos años. Cada uno sumido en sus respectivas proles, parejas, trabajos, preocupaciones...Difícil conciliarlo todo para mantener unidas sus realidades.

No siempre fue así. Antes de que la adultez los fuera alcanzando, los siete hijos de los Garau eran una pandilla muy pareja en edad que invariablemente andaban juntos. Verlos llegar a Menorca era para la chiquillería de la pequeña isla un acontecimiento que anunciaba dos meses de caras nuevas y muchas aventuras por delante. La población menorquina se multiplicaba con la llegada de las vacaciones veraniegas, incluso en exceso a juzgar por las gentes que allí pasaban todo el año, y aunque siempre había nuevos visitantes y amigos que conocer, era el reencuentro con quienes iban creciendo juntos verano a verano lo que más entusiasmo ocasionaba entre los muchachos menorquines.

Todos los años en julio, la tropa embarcaba con la madre destino a la casa de la abuela paterna donde el padre se les unía al mes siguiente. Así, toda la familia pasaba el verano entre playas de arena blanca, vertiginosos acantilados y numerosas excursiones que, junto con la libertad de movimientos y el relajo horario del que gozaban, ningún otro viaje hubiera podido eclipsar.

                            Ilustración de Belén Gómez, 2021.

Norka, la abuela, los recibía con la emoción propia de quién disfruta viendo llenarse su casa de ruidos, risas y deliciosos olores. Mucho trabajo que, encantada, acometía desde bien amanecía hasta que todos descansaban satisfechos en sus camas.                                                                              

Del mayor al más joven: Fernando, Manu, Elisa, Sara, Óscar, Rodri y Dani; después del multitudinario entierro en Ciudadella, concentrados en torno a los grandes butacones de la sala principal, se dispusieron a resolver lo antes posible los asuntos pendientes que la muerte de la abuela obligaba a atender. Así, sin querer prestar mucha atención a los objetos ya convertidos en lejanos recuerdos de la niñez, ninguno pudo evitar sentir el frío que ahora irradiaba la estancia. Era como si en ella todo también hubiera muerto. Como si los antiquísimos tapices, robustos muebles, incluso el espléndido sol que traspasaba las ventanas hubiera dejado de abrigar las paredes y los cálidos recuerdos que habían pasado en ella. Sintieron escalofríos y sin embargo, ninguno de los Garau lo comentó. Se les notaba en la rígida postura. Los cuerpos son a menudo delatores de los sentimientos que soporta el alma.

 

El ojito derecho de la abuela paterna salió a despedir a sus hermanos con mas apatía que tristeza pero con el cariño inexcusable al que obliga la sangre.

Al quedarse solo frente a la fachada, que le parecía único significante de vivencias felices, fue cuando la vio por primera vez. Allí en el lateral, a la altura del segundo piso de la vivienda, se ubicaba una puerta que no tenía constancia de haber visto nunca pero cuya apariencia y marcas del paso del tiempo sugerían que llevaba ahí desde siempre.

Impulsado por las emociones de los últimos días, corrió hacia el interior de la casa. Descubrió la ubicación del lado opuesto de la abertura al vacío en el mismo salón donde unos instantes antes, junto a sus hermanos, sentía un frío helador. Al mover el piano que no recordaba haber visto tocar jamás a nadie, afortunadamente provisto de ruedas, y bajo el gran tapiz de colores apagados por los años encontró un ornamentado portón de madera que no tenía nada que ver con la versión anodina y metálica de la parte exterior.

Hizo girar muy despacio el picaporte convencido de que no se podría abrir pero se equivocó. La puerta cedió hacia fuera descubriendo un espacio amplio y acotado por cuatro paredes donde solo un elemento,desde el centro, regentaba el recinto.

Con los ojos muy abiertos, y mientras una extraordinaria sensación de calidez ascendía por su espalda, dio un paso al frente quedando sobre el bicolor suelo de mármol y bajo el cobijo de un fantástico cielo estrellado.

 

                                                                                                                            Continuará...

Hora de la medicación

¿Te imaginas una sociedad en la que los sujetos estuvieran siempre anestesiados para soportar su propia existencia ? Supón que esas dro...